viernes, 12 de diciembre de 2008

LLAMARADAS ¿METALEPSIS?

LLAMARADAS
¿Metalepsis?

Una inmensa pirotecnia produce llamaradas que iluminan Lima. Y todos los ojos lloran. Y todas las flores se marchitan. Y ella, la insultada, sufre porque sus libros, sus amados libros, son quemados.
Y están los jueces. Los sagrados. Los santos inquisidores. Irreductibles. Irrecurribles, que le dicen que es la peor de todas. Para que lo recuerde se lo hacen escribir con sangre: “Yo, la peor de todas”. Y le ordenan que firme, y ella lo firma. Y le ordenan que obedezca, y ella obedece. Y le ordenan que abjure y ella abjura. Y nadie le ordena que llore, y ella llora.

María se pregunta dónde dejó escondido su odio hasta esta tarde. ¿por qué había frenado sus impulsos? Y camina y sigue caminando.
La calle recoge su tristeza mezclada con su rabia.
El rostro de la odiada profesora la acompaña. No se mueve de su lado. Habla. Sus labios se mueven de arriba para abajo, de abajo para arriba, y a veces su lengua se aparece saliendo de su boca. Y suenan las palabras: “Usted es la peor de todas. Queme los libros que la alteran. Pida consejo para elegir sus lecturas. Supere sus reacciones. La vida es trabajo y elaboración que no termina. Sus libros la tientan. Quémelos. Y busque un sacerdote y haga confesión. Quizá le ayude…”
Y ordena que firme la amonestación, y ella la firma. Y ordena que obedezca, y ella obedece. Y ordena que se arrepienta, y ella no sabe si puede arrepentirse.

Y en Lima la llama está más grande.
Las hojas de los libros vibran al calor. No quieren ser quemadas. Se crispan. Se rebelan. Rezongan. Se retuercen. Pero el fuego es implacable y de a poco se borra la escritura. Y el papel se vuelve negro y cae en cenizas, dolorido. Es irremediable.
Detrás de las rejas Sor Juana Inés de la Cruz llora, y luego con ella todo el mundo. Sus libros ya no son. La Santa Inquisición fue quien dispuso, y los cielos se oscurecen con el humo, y la tierra se envuelve con cenizas.

Cuando María llega a su casa una inmensa llamarada que sale por la ventana la recibe. Es su pieza. Son sus libros, los amados, que se queman.
Y todo se ensucia y se oscurece con el tizne.
El foco del incendio no está en la casa ni el barrio. Viene de lejos –dicen los bomberos- de mucho más lejos. Viene de Lima…
Y en Buenos Aires María llora.


miércoles, 29 de octubre de 2008








EVOCANDO

Tarde para ver arte en el Louvre.
Después de recorrer varias salas encontré a la Venus de Milo.
Nos miramos.
En sus ojos cargados de nostalgias adiviné recuerdos.
Era tan triste y larga su mirada como un goteo persistente en un cántaro de agua, monótono y continuo.
Pensé que nadie se había dado cuenta de esa tristeza que afloraba.
¿Recordará aquel día en que fue desenterrada por un modesto campesino que la guardaba en un corral de cabras allá en la isla de Milo de la vieja Grecia?
Un mar azul y verde afantasmado la llenaba de rumores en su escondite y vibraba entre impulsos de mareas invisibles. En ese tiempo seguro era feliz, tranquila, abrazada a la tierra, escuchando el mar cercano. Una mezcla de pájaros que huían del estruendo remontando vientos a veces se acercaba y le contaban historias o la enteraban de noticias, y ella no perdía de vista al mundo.
Nadie anotaba en la planilla la intensidad del viento. La gente humilde no sabe de esas cosas, solamente vive. Y la Venus, tan hermosa, ancha la frente libre de malos pensamientos, con sus brazos que sabían de gestos, de encuentros, despedidas, de caricias y de abrazos, acompañaba a los sencillos vecinos.
Pero no, no es de entonces que nace su inquietud. Su expresión me dijo que esa larga tristeza que la aqueja viene del día en que su dueño campesino la vendió a la Francia. La empacaron como un vulgar objeto. La llevaron a la bodega húmeda y oscura de un barco que fue atacado por los turcos. Y ahí perdió sus brazos para nunca más recuperarlos.
Y empezó la nostalgia.
Cuando me contó esa historia, juro que vi las lágrimas que salían de sus ojos.
Por su orgullo herido, por aquel maltrato a su hermosura, yo vibré con ella y abandoné el lugar cohibida, llena de vergüenza.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

una melancolía sin visillos

Una melancolía sin visillos


Las cuatro de la mañana y estoy despierta.
Falta todavía para que amanezca y el sueño no aparece. Tampoco puedo levantarme, sin proyectos, sin nada para hacer en este día, que será tan largo como otros.
Me atrae la ventana, húmeda de rocío, melancolía sin visillos, me acompaña en mi vigilia.
Nadie pasa por el puente y el sonido de los grillos se vuelve verde para danzar en alas de luz, única luz que ilumina mi memoria, memoria de grillos en mi infancia, alas de luz.
De lejos llega una música suave ¿cual será el surtidor de la música?
Imagino una pareja que ha puesto un disco, música de acordeón, Piazzola. Bailarán desnudos. Habrán ensayado seguir el canto, los dos, uno al oído del otro, y una vez más se da el misterio del eterno ritual de la vida.
Los veo: son un hombre y una mujer buscando su propia realidad.
Sí, los veo.
Ahora se despiden –hasta mañana a la misma hora- y tienen la ilusión de todo el día para esperar. Un día entero lleno de esperanza, repleto de expectativa.
Yo lo sé.
Mañana a la misma hora se encontrarán, se abrazarán, bailarán con Piazzola-la eternidad bailando- y brindarán con vino el reencuentro, al mismo nivel de transparencia, como la primera vez.
Y mañana desde mi ventana los espiaré, oiré sus voces, escucharé a Piazzola, y sus besos y sus abrazos también serán para mí.
Después de mi día sin matices, sin quehaceres, pobre día hecho con pedazos de sueños desvanecidos, aquí, desnuda, esperaré.
Les robaré la espera.
Mañana a la misma hora compartiré ese amor.




un cuento

UN CUENTO
La voz va corriendo: Hay una vieja en una casa del pueblo que está llorando, y los vecinos van a verla. Está sentada al lado de una enorme bolsa de cebollas, y las pela y después las pica con cuidado.
Y llora.
Las lágrimas brotan sin descanso de sus ojos viejos, gruesas, brillantes y puras como piedras preciosas.
Una tras otra las cebollas pasan por sus manos, y llora.
Los vecinos han llamado al cura, porque tantas lágrimas ya inundaron la casa. Y el cura le ha mostrado una cruz y ha pedido que entre todos recen un avemaría.
Y la vieja sigue con su llanto.
Por su hermosa cara arrugada pasan las lágrimas que bajan a la mesa y siguen hasta el suelo.
Ya el reguero atraviesa la puerta y desemboca en la calle.
Es una calle de agua que supera al pueblo y sigue a la montaña…
¿Qué pasa con la vieja? No habla, sólo tiene llanto.
Y ahora viene el más sabio del contorno, que dice: - Esta vieja llora por su vida, y más allá de su vida, por la vida de los otros, y los que fueron, y los niños. Habrá que detenerla. Su vida está en peligro. Se va a deshidratar. –
Y llaman a un médico, que le aplica una inyección. Pero ella no para de llorar.
- ¡Quítenle las cebollas¡
Y le sacan la bolsa. Pero hay otras escondidas en el sótano. Y la vieja no para de picarlas y no deja de llorar.
Pobre viejecita, que se va achicando cada vez y es inútil contenerla. Si son lágrimas guardadas que le estorban.
Dejen que las llore, dice un niño.
Y ahí están todos, hincados de rodillas en el piso inundado mirando a la vieja dolorida, sin hacer nada, mientras ella llora. Sólo mirando y bañándose en el llanto.
Así los encontró la noche, que también lloró…

miércoles, 17 de septiembre de 2008

en mi pueblo

EN MI PUEBLO
Las noches de todos los días son más negras y más tristes aquí en mi pueblo. Un pueblo sin historia. No tiene nada.
Pero tiene una loca.
Una loca tan callada que pasa inadvertida.
La loca del pueblo en vez de molestar es casi una alegría tarareando la Novena Sinfonía cuando hay luna llena.
Su voz no es modulada, más bien ronca y a veces triste como un aullar de lobo.
Toda la noche sigue con su canto y nos deja sin descanso.
Pero sólo cuando hay luna llena. La gente ya lo sabe, y cuando el almanaque señala luna llena, todos a la calle tras la loca.
A no dormir.
Hasta los niños y los viejos, las madres y los que trabajan, todos a la calle.
No sabemos qué anhelos de realidades incumplidas arrinconaron a la pobre vieja.
Pero yo no la quiero.
Sus pelos blancos y su piel enrarecida que rasguña.
Sus ojos desteñidos y sus manos temblorosas.
Su cuerpo hinchado.
Esa voz sin eco.
Sus favores sin escuchas.
Lo salobre de su aliento, sorprenden a todo el pueblo.
Y a mí tambien.
Y ahora ,después de la jornada acompañada, estoy aquí en mi casa enfrentada al espejo con esa desconocida de ojos desteñidos y cabellos blancos.
Tararea con voz ronca La Novena Sinfonía…

miércoles, 3 de septiembre de 2008

la sombra


LA SOMBRA

Aquel hombre me seguía. Toda la mañana anduvo detrás de mí. Y no es la primera vez que lo advierto. Hace años que me sigue. Y hoy también.
Si yo apuraba el paso, él lo hacía. Si me paraba, él se detenía. Pero nunca se dejaba ver ni me era posible ver las señales de su presencia.
Sólo su sombra.
Claro, mis pies descalzos no dejaban huellas en el agua a la orilla del mar, que está casi quieto en este otoño, y las pisadas en la arena no hacen ruido.
Tampoco las de él.
De a ratos me daba vuelta de improviso para sorprenderlo, pero él conseguía esconderse. No podía verlo.
Vaya uno a saber qué secretos de mi vida conocía, que ahora quería castigar.
¿Y si sabía? No, no era posible. Aunque quizá fuera un heredero despechado.
Algo debe saber.
Aquel asunto en que me metiera sin querer… No, si ha pasado tanto tiempo. Tanto. Tanto…Y un simple juego financiero que ya nadie recuerda. No hubo heridos, ni muertos, ni incendios, ni catástrofes o derrumbes. Un problema simplemente económico, y hace tanto tiempo…
Pero algo sabe.
Bueno, no debo preocuparme. Estoy siguiendo esta idea como si en verdad alguien me lo hubiera planteado. Y no pasa nada. De cualquier manera, son cosas muertas, prescriptas, olvidadas, ignoradas.
Pero me pregunto quién es, qué sabe, qué pretende, por qué no da la cara, por qué siempre detrás de mí. Y qué autoridad tiene para juzgar lo que a la justicia no le importó por no tener trascendencia
Estoy temblando. Y no es de frío, porque el agua está calentita y las olas me acarician en su ir y volver y las siento protectoras. Y el sol, este maravilloso sol de la playa, me calienta la cara y me embriaga.
Pero él está aquí, y no lo resisto.
Me vuelvo.
Tengo miedo. Un miedo acre, incisivo, que ya no puedo tolerar.
Me voy. Y al avanzar, lo veo.
Al fin lo veo.
Delante de mí está su sombra, una larga sombra, que no es mi sombra, sino mi sombra y la sombra de él unidas en una larga sombra, como en aquellos versos de José Asunción Silva, que sabía de memoria en mi adolescencia : “…y mi sombra y su sombra, por los rayos de la luna proyectadas eran una sola sombra, eran una sombra larga…”
Casi muerta de susto me refugio en una carpa. Allí mi sombra es pequeñita. La sombra del hombre no está.
Espero un rato. La gente se está yendo. Ya el sol entra en el ocaso. Con su declinación declinan los conflictos. La noche es magnánima.
Me animo a salir de mi escondite.
No veo nada.
El hombre se ha retirado.
Me perdió.
Alegremente tomo un taxi. Llego al hotel, abro la puerta de mi habitación y cuando prendo la luz, lo veo, porque allí, cubriendo todo el piso, está su larga sombra.



Llegar a tiempo

Sacó su pequeño Fiat a carrera abierta. No daba más de 120, pero él mantenía el acelerador sin despegar el pié. Debía llegar a tiempo. No podía tropezar ni retrasarse por ningún motivo. Acelerar era lo único que importaba.
Y las calles absorbían su dolor. Y las casas, los negocios y los puentes desfilaban ante él vertiginosos resbalando tristeza.
¡ Si pudiera volar como los pájaros! Desaparecer en un misterio y aparecer dónde está ella. Volar en un cohete.
Llegó al campo donde se dividió el camino. Por instinto tomó el de la derecha, y otra vez debió correr como un loco atormentado.
Correr y llegar. Dos palabras que se unían en una obligación.
En su cerebro resonaba la voz de ella: “Te necesito”, sin otra explicación. Y él tiene que llegar a tiempo. Dejar atrás el camino largo.
Si ella lo necesita él tiene que ayudar.
Su pié le obedece y se aferra con más fuerza al acelerador, mientras sus ojos se resisten al reflejo de la luz.
Un hombre es tan pequeño, tan impotente para llegar a tiempo. No hay magia, y los caminos son tan largos.
Odió su indefensión
Ya todo estaba rojo. No comprendía porqué estaba solo en su máquina inútil, consumiéndose en el camino que se alargaba cada vez.
Se tapó los oídos para no escuchar la voz que lo demandaba.
Pero por fin llegó.
Rechazó el ascensor.
La escalera lo soportó mordiendo los escalones de dos en dos. Tantos escalones que crecieron y se multiplicaron hasta llegar al tercer piso.
Y ya estuvo. Golpeó la puerta. La sacudió. Con dos patadas fuertes se desprendieron los goznes .Y entró.
Allí estaba ella, sentada en el sillón junto a la mesa pequeña. Y sobre ésta un vaso y un frasco de pastillas.
Lo tomó en sus manos. No estaba abierto. Intacto. El frasco estaba intacto. Integro. Completo.
Había llegado a tiempo.
Ella lloraba y él también lloró.
Quedaron así. Abrazados. Hasta que los rodeó la noche.
Sin hablar…



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