miércoles, 29 de octubre de 2008








EVOCANDO

Tarde para ver arte en el Louvre.
Después de recorrer varias salas encontré a la Venus de Milo.
Nos miramos.
En sus ojos cargados de nostalgias adiviné recuerdos.
Era tan triste y larga su mirada como un goteo persistente en un cántaro de agua, monótono y continuo.
Pensé que nadie se había dado cuenta de esa tristeza que afloraba.
¿Recordará aquel día en que fue desenterrada por un modesto campesino que la guardaba en un corral de cabras allá en la isla de Milo de la vieja Grecia?
Un mar azul y verde afantasmado la llenaba de rumores en su escondite y vibraba entre impulsos de mareas invisibles. En ese tiempo seguro era feliz, tranquila, abrazada a la tierra, escuchando el mar cercano. Una mezcla de pájaros que huían del estruendo remontando vientos a veces se acercaba y le contaban historias o la enteraban de noticias, y ella no perdía de vista al mundo.
Nadie anotaba en la planilla la intensidad del viento. La gente humilde no sabe de esas cosas, solamente vive. Y la Venus, tan hermosa, ancha la frente libre de malos pensamientos, con sus brazos que sabían de gestos, de encuentros, despedidas, de caricias y de abrazos, acompañaba a los sencillos vecinos.
Pero no, no es de entonces que nace su inquietud. Su expresión me dijo que esa larga tristeza que la aqueja viene del día en que su dueño campesino la vendió a la Francia. La empacaron como un vulgar objeto. La llevaron a la bodega húmeda y oscura de un barco que fue atacado por los turcos. Y ahí perdió sus brazos para nunca más recuperarlos.
Y empezó la nostalgia.
Cuando me contó esa historia, juro que vi las lágrimas que salían de sus ojos.
Por su orgullo herido, por aquel maltrato a su hermosura, yo vibré con ella y abandoné el lugar cohibida, llena de vergüenza.