miércoles, 23 de septiembre de 2009

Desencuentros


DESENCUENTROS

Sonrisas, poemas, todo lo intenté.

Y nada.

Había pasado tanto tiempo, tanto…y de pronto lo encontré en el centro, en la calle Corrientes.

“Vamos al Foro, nuestro antiguo bar”, propuse.

Sentados en una mesa junto a la vidriera, él pidió un cortado, y yo también

“Estás igual” mintió.

Y yo empecé la descarga de mis encantos.

Quería reconquistarlo. Le mentí. Inventé una historia que él escuchó con paciencia.

Me observaba mientras lentamente revolvía su café.

Siempre fue seguro y medido, y ahora se lo veía como un varón satisfecho. Tenía condiciones para triunfar en cualquier cosa que se propusiera.

Yo acechaba sus reacciones.

Cambiaba el hilo de mi historia según sus gestos.

Ya quería que me admirara, ya que me compadeciera, ya que se preocupara por entenderme.

Que me escuchara.

Me esforzaba para que dejáramos de ser extraños.

Por fin le asomó una reminiscencia. “Te recuerdo con la pollera corta arriba de las rodillas y tu entusiasmo por los escritores rusos”, dijo.

Y busqué como aliados a todos los rusos recordados.

De memoria y sin respirar, le recité una poesía de Gorki.

Hubiese hecho cualquier cosa para provocarle aquella antigua mirada suya cuando estábamos juntos. Llena de luz.

Pero terminamos el café. Y se acabó mi charla.

Circunspecto, me tendió su mano. “Fue un placer” me dijo.

Y se fue.

Sentí dolor. Todo el cuerpo me dolió.

Paré un taxi y volví a mi casa. A convertirme en la mujer blindada que cuida sabiamente a sus hijos, y entiende, y espera.

Sí, que espera al marido que no tiene horario, ni profesión, ni empleo y que ejercita su libertad por sobre todas las cosas.

Un “busca” que pelea la vida a trompadas.

Y yo todavía le ayudo esperando que la nokee.



miércoles, 15 de julio de 2009

historia de una mujer



















HISTORIA DE UNA MUJER

A esa mujer le apasionaba el juego. No diré su nombre para salvaguardar su imagen.
Todos los días iba al casino de Tigre, que le quedaba cerca, solo a dos cuadras de la casilla que ocupaba en una villa.
Nunca ganaba, y desolada veía como sus magros pesos los dejaba en el juego. Una ficha, y otra, y todas, desaparecían como por encanto.
Entonces su recurso para conseguir dinero era ir a la casa de la abogada que vivía en el palacete y le hacía una limpieza completa.

Frenéticamente sacudía las alfombras, lustraba los pisos, lavaba la ropa y la planchaba y hasta arreglaba el jardín y le ordenaba los libros. A veces también le pasaba en la máquina de escribir algún escrito con vencimiento inmediato de presentación.
La doctora, con tanto trabajo como tenía en su profesión, no daba abasto.
Pero era tan buena persona que a pesar de estar siempre muy ocupada tenía tiempo para hacerle oír sus palabras de consuelo ante su mala suerte.
No era mucho lo que le pagaba, pero le permitía a la sierva que siguiera jugando.
Y así, las dos estaban contentas

Un día esta mujer –la del casino- conoció allí a un señor que le dijo saber de algunas cábalas y fórmulas para tener suerte en el juego y lograr prosperidad en la vida.
Señalo que ese señor tampoco era afortunado en el juego. Pero él decía que era afortunado en el amor, y así lo prefería.
El hallazgo de ese hombre estimuló su ansiedad y por otra parte, era tan convincente y simpático, exponía con tanta claridad su filosofía de vida, que muy pronto se hicieron amigos.

Tuvo la suerte de que la invitara a la casa de doña Ermenegilda, su maestra y consejera.
Ella vivía en un pueblito alejado de Tigre, donde ejercía su ciencia, practicaba los ritos de sanación que conocía por haber estudiado indigenismo en el Norte, y orientaba a los que no tenían mucha suerte.

Por fin llegó el día.
Su amigo le había pedido que vistiera una túnica blanca, con solo un adorno ( una flor o un pañuelo ) de color violeta. Zapatos y medias rojas. Si podía o tenía como joya, solo una cadenita.

De acuerdo a su consejo se levantó muy temprano, rezó durante media hora con mucha devoción, ayunó, y así salió, limpia integralmente de cuerpo y alma.
Después de mucho viajar, llegaron.

La casa, muy humilde. Casi podía decirse que era un ranchito de barro y paja. Pero eso convenía a doña Ermenegilda que no gustaba aparecer ostentosa ante sus pacientes sino más bien recatada.
Adentro se veía poco. Sin más luz que la de algunas velas y con los cortinados oscuros, el lugar era un poco lúgubre. Pero doña Hermenegilda lucía espléndida con su bata roja y muchos collares brillantes y pulseras tintineantes.
Sus grandes ojos negros, de mirada penetrante, la examinaron en silencio.
La visitante, que sabía de esos silencios mortificantes, tuvo miedo.
Pero cuando escuchó su voz ronca pronunciando palabras de aliento, se tranquilizó y la primera impresión de estar en un mundo sobrenatural desapareció.
Ciertamente, ya no dudaba. Estaba frente a la persona que la protegería, a ella y a su familia.

Doña Hermenegilda le enseñó con toda paciencia una fórmula casi mágica que la ayudaría para siempre.
No necesitaría muchas cosas. Solo un cartón, que podía ser la tapa de una caja de zapatos, tinta roja que simboliza la sangre y una pluma de gallo.
Le dijo:”Vos tomás la pluma con la mano izquierda y con la mejor letra que podás escribís una oración a las fuerzas celestiales – lo que se te ocurra – pero con alguna palabra en latín. Lo ponés debajo del colchón y cada noche, antes de dormir, lo leés con mucha fe y esperanza treinta veces.
Lo importante es que tengás mucha convicción.
Ya vas a ver que en tus sueños va a aparecer un mensaje que te indicará, sin error, el lugar, día, hora y número que debés jugar.”

Le reclamó mucha paciencia, porque los datos podían tardar en llegar.
Mientras tanto debía ir a su consultorio una vez por semana, para recibir su estimulación.
Establecieron que cada vez debía pagar cien pesos. Ese día, como no había llevado tanto dinero, se conformó con recibir la cadenita con el crucifijo que llevaba en el cuello.

Salió contenta

Pero para cumplir con doña Hermenegilda, pagar los viajes y seguir jugando, ahora tiene que trabajar en varias casas y la pobre está cansada.
Hace dos años que fue por primera vez y a pesar de seguir estrictamente las indicaciones, los sueños no le revelan los ansiados datos.
Más aún. Es tanto su nerviosismo que a veces pasa noches enteras sin dormir. Por lo tanto, no sueña.

Su amigo, que ahora vive en su casa, dice que debe ser por eso, porque hay un trastorno onírico en su vida. “Síndrome onírico” dice que tiene.
Ella no se queja. Solo dice que está algo cansada. Tanto trabajar y trabajar…
Siempre esperando y esperando…
Lo único que la consuela es que todavía puede jugar.

miércoles, 13 de mayo de 2009

la casa de mi madre




LA CASA DE MI MADRE


Algunas cosas me ha tocado revivir y pude cantar alegremente las bellezas de la vida, que ha sido pródiga conmigo y son un rayo de sol de primavera. Pero esta vez, cuando me tocó visitar la casa de mi madre, encontré la melancolía que me llenó de magia triste.
La casa de mi madre –que fue la de mi infancia – es antigua, con su zaguán de entrada y su vestíbulo amplio con el piso en damero blanco y negro.
En la puerta me detuve para mirar al empleado de la inmobiliaria que me acompañaba.
Era un sacrilegio hacerlo entrar allí, al rincón de mis recuerdos, la sagrada institución de mi madre. Pero había que venderla, y el empleado vomitaba las frases aprendidas para bajar el precio.
“Fíjese señora que ya estos materiales, si bien son preciosos y a mí me gustan, la mayoría de la gente los rechaza. Hay pisos más modernos y todos siguen la moda o lo que les señalan las propagandas. “
Seguía hablando, pero yo ya no lo escuchaba.
Entré a la cocina, espaciosa, con la cocina económica a leña que había sido de la abuela, y ví a mi madre inclinada sobre las ollas. Hasta aspiré con fruición el rico olor de una salsa y el perfume del dulce preferido de naranjas amargas y limón.
Sentí pesado el pecho, como si algo lo estuviera aplastando, pero me dije que tenía que dominar las emociones.
El empleado farfullaba algo sobre las cañerías, y que había que instalar el gas, y bla, bla, bla.
En la puerta del que fue el dormitorio de los “chicos” volví a sentir ese dolor agudo en el pecho. Las camas estaban tendidas como antes, y yo me vi con mis hermanos brincando en ellas y tirándonos con las almohadas en medio de las risas y el barullo. Y al momento entraba mi madre, tan joven y hermosa como entonces, y todos, sin palabras, dejábamos el desorden para escuchar su cuento del final del día, que a veces terminaba con todos dormidos.

Mamá ha ingresado en un geriátrico. Se había analizado bien la resolución. Pero todos los hermanos habíamos convenido que era necesario, que estaría mejor atendida, que nosotros teníamos nuestras familias, que no teníamos comodidad suficiente para llevarla, ni tiempo disponible, que nuestros trabajos, y nuestros hijos, y nuestras responsabilidades, y nuestras cosas nos absorbían, y etc. etc. etc. Eran muchas las razones argumentadas. Y había que acordarse de la tía Rosa, que desde que estaba internada había mejorado tanto, entretenida y rodeada de tanta gente de su edad. Pocas veces se la vio tan feliz…
También había urgencia en vender la casa, porque estaba tan vieja y destruida. Demandaba gastos que no podíamos afrontar. No nos podíamos ocupar de ella...
Y ya habíamos llegado al altillo de los trastos. Ahí no vi a mi madre, seguramente porque la habíamos ubicado en el geriátrico, convertido en alojamiento de trastos humanos.
Tampoco subió el empleado, tal vez intimidado por el aspecto de la escalera de madera carcomida.
Sola, miré cada cosa. Y en un rincón, descolorida, vi a mi muñeca favorita.
Había quedado allí porque ya no servía para alegrar a otra niña. Estaba pasada de moda. Ni hablaba. Ni caminaba. Ni siquiera tenía pelos. Ni ojos. No era como las quieren ahora. Ya no encantaría a nadie.
Tenía puesto un vestido azul. Recordé que lo había hecho yo misma, con un bolsillo adelante – me gustan los bolsillos para guardar cosas- y este era bien grande.
Metí la mano en él y saqué un papelito. Ahí, de mi puño y letra, estaba escrito “Sos mi vida y nunca te dejaré.”
Pensé que la muñeca y mi madre se parecían en su final.
Escapé, por miedo a morir de angustia.
Cuando pasé junto al empleado, que me miraba azorado, alcancé a gritarle : “Por favor, váyase, váyase. La casa ya no se vende.”